Por Dana Rodríguez
CDMX, 15 de agosto de 2025 — El Congreso de la Ciudad de México aprobó una reforma largamente esperada: la tipificación como agravante del homicidio cometido contra hijastros o hermanastros, a través de la denominada “Ley Crucito”. La legislación endurece las penas hasta 30 años de prisión y establece la pérdida automática de cualquier derecho que el agresor tenga sobre la víctima. Si el crimen se comete con violencia, la condena podría elevarse hasta los 50 años.
Pero más allá del aumento en las penas, la verdadera relevancia de esta ley radica en el reconocimiento explícito de una realidad que por mucho tiempo fue negada: la violencia intrafamiliar no se limita a la consanguinidad. Muchas infancias están marcadas por relaciones familiares no tradicionales, donde el riesgo es igual o incluso mayor, y donde el vacío legal ha sido cómplice silencioso.
Durante la sesión del Congreso, se recordó el asesinato de Crucito, un niño que fue víctima de su padrastro. También se mencionó el caso de Santiago, de apenas nueve años, asesinado brutalmente por su padre en Guanajuato. Estos hechos son extremos, pero no aislados. Reflejan un patrón: los principales agresores de menores siguen siendo miembros de su círculo familiar más cercano.
Lo preocupante es que hasta hoy, el Código Penal de la CDMX trataba estos crímenes como homicidios simples, al no reconocer el vínculo de hijastros o hermanastros como factor agravante. Es decir, el parentesco no protegía a las víctimas, pero sí servía de coartada para disminuir las penas a los agresores.
El diputado Israel Moreno Rivera (PVEM) fue claro al razonar su voto: estos actos lastiman a toda la sociedad y ponen en evidencia la urgencia de garantizar el respeto y protección de los derechos de la infancia, más allá de la estructura familiar en la que se encuentren.
El problema, sin embargo, va más allá del castigo. Se necesita una transformación profunda en las políticas públicas de prevención, atención temprana y acompañamiento a las víctimas. El Estado no puede seguir reaccionando solo cuando hay una tragedia mediática; debe ser capaz de anticiparse y proteger, sin distinciones arbitrarias, a todos los menores.
La “Ley Crucito” es un paso importante. Pero el verdadero reto está en construir un sistema donde ninguna niña, niño o adolescente quede fuera del radar de protección del Estado. Porque, como bien se dijo en tribuna, el interés superior de la niñez no es un eslogan: es una obligación constitucional y moral.