Por NOTICIASCD.MX
CDMX, 15 de agosto de 2025 — El Congreso de la Ciudad de México aprobó la llamada “Ley Crucito”, una reforma al artículo 125 del Código Penal local que por fin reconoce como agravante el homicidio cometido contra un hermanastro, hermanastra, hijastro o hijastra. Con esta modificación, el castigo puede alcanzar hasta 30 años de prisión, además de la pérdida de cualquier derecho que el agresor tenga sobre la víctima.
La historia detrás del nombre no es solo simbólica, es una tragedia real: Crucito era un niño de seis años, originario de Iztacalco, asesinado por la pareja sentimental de su madre. Su caso, tristemente, no fue el primero ni el último. Como señaló la diputada Elizabeth Mateos (MORENA), este tipo de crímenes suelen quedar sepultados en la categoría de “homicidio simple”, debido a que el Código Penal no contemplaba ciertos vínculos familiares que, aunque comunes, eran ignorados por la ley.
Hasta ahora, un crimen como el que sufrió Crucito podía ser castigado con apenas ocho años de prisión. El agresor no solo quedaba impune en términos proporcionales, sino que incluso conservaba derechos legales sobre la víctima. Una aberración jurídica en un país donde las estructuras familiares han cambiado y donde los vínculos afectivos y de convivencia son tan relevantes como los consanguíneos.
La aprobación de esta reforma, aunque aplaudida, no debe entenderse como una conquista definitiva. Es un acto de justicia retrasada, una corrección que llega después de que muchas infancias fueran vulneradas por el silencio de un marco legal que no supo adaptarse a tiempo. La protección de los niños y niñas no puede depender del horror mediático o de los casos extremos. Debe ser un principio rector de todo sistema legal moderno.
La “Ley Crucito” es un avance, sí. Pero también es un recordatorio: hubo que esperar a que un niño muriera para que el Estado reconociera que no todas las familias se ajustan al molde tradicional, y que el peligro muchas veces está dentro del propio hogar.