¡La Polilla!
Por Stephen Crane
CDMX, 23 noviembre 2025.- Narrar desde el dolor, una forma de exorcizar los demonios con el agua bendita de la palabra. Imágenes que, necias, quedan petrificadas en la anciana memoria, como estalactitas. En el firmamento colgada por manos invisibles, desde temprana hora, la oblea ensangrentada, inmóvil, petrificada, palidece. Asalta la duda si las estrellas querrán brillar esa noche, nomas de ver las lacerantes imágenes a sus pies, que quedan tatuadas en ojos enrojecidos del rubicundo sol.
Mortíferos, bestiales, uniformados vestidos de demoníaco azul.
Traían el odio bailando en sus ojos y el rencor a flor de piel.
Era la descorazonadora confirmación de una represión policíaca anunciada en redes sociales, días previos.
Alarma, eso sí, su virulencia despiadada.
Aciaga, la tarde del 15 de noviembre de 2025. El valle de México, repentinamente, se ensombreció con una oscura brillantez. No ocurría algo similar desde la matanza del 2 de octubre de 1968 y, después, el Halconazo del 10 de junio de 1971.
A diferencia de aquellos dos dolorosos momentos, esta vez no hubo muertos. Aunque poco faltó, para que así sucediera, durante la marcha de la Generación Z. Es el reclamo de una nación quebrada, rota, que llora amargas lágrimas de desesperanza.
Enmudecen las 35, aceradas, campanas de la Catedral Metropolitana, alma eterna de la monstruosa urbe de hierro. Resuena su estruendoso silencio. Réquiem silente por un pueblo desamparado, huérfano, quebrantado, en la memoria del tiempo.
Desatados los demonios de la violencia que nadie osa exorcizar.
Frente a Palacio Nacional -donde se esconde la muñeca fea -ironizan en redes sociales-, la plancha del Zócalo está convertida en gigantesca piedra de los sacrificios. Ahí hay que extraer el corazón de jóvenes, adultos y ancianos rebeldes, con el filoso cuchillo de obsidiana del miedo que esgrime el poder.
A la distancia, los albos penachos del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl parecen teñirse de rojo con el resplandor de la sangre derramada sobre la ardiente plancha del Zócalo, corazón irremediablemente marmóreo, incluido Palacio Nacional, desde tiempos inmemoriales.
El poder mantiene la moral del pueblo con afilados alfileres de la mentira prendidos a esperanzas vanas. Es la patriótica Claudia Sheinbaum, con talante asesino, denuncian en redes sociales.
Hay un hecho insólito en la vida de la ciudad, pocas veces visto, en lo que va del presente siglo. Y que es premonitorio que vendrán tiempos más funestos.
Millones, ateridos, vimos cómo cimbró al país, una foto fantasmal, hermosamente horrible, por su descarnado realismo, que se hizo viral en unos cuantos minutos, en redes sociales, .
Simboliza a un país roto, quebrantado, huérfano: entre gritos, insultos, estruendo de petardos y humo de gases lacrimógenos, se observa a un hombre maduro, quizá en los 40 años, cubriéndose los ojos.
Una chamarra negra es una frágil coraza sobre su pecho, sostenida por una cangurera que trae terciada entre el pecho y la espalda. Parece sacada del angelical Infierno de Dante.
Sostiene, estoico, a punto de caer, con la mano izquierda, el asta coronada con la bandera vestida de una colorida trinidad: verde, blanco y rojo. Ondea al arrullo del viento que baja de las montañas cercanas, anuncio tétrico de una amenaza latente, patética, de intolerancia a la libertad de expresión.
Con la derecha se cubre los ojos para no ver a la patria muerta, escarnecida por el poder.
Desmayadas el águila y la serpiente siendo devorada sobre el nopal, en el fondo blanco, se pierden en la neblinosa mortaja gris de los gases. Al fondo, el fantasmagórico, Palacio Nacional se erige como un enorme monstruo, múltiples ojos, de gélida piedra.
Representa, sin saber, a un involuntario Juan Escutia. Aquél niño héroe, lanzándose desde lo alto del Colegio Militar, convertido después en Castillo de Chapultepec, envuelto en el lábaro patrio, en 1847, durante una de las tres invasiones de Estados Unidos a México. Una férrea templanza lo mantiene de pie. Y que provoca un orgullo fugaz de ser mexicano.
Nadie supo cómo se llamaba. En redes sociales se le conoció como «el hombre», «un señor» o «un manifestante» que portaba la bandera nacional.
Es un impensado héroe anónimo.
Elucubra, seguramente, que estaba en el dintel de la muerte, por el oscurecido infierno que lo rodeaba. Pudo ser una inmolación involuntaria para engrandecer la patria, hecha añicos, cadáver insepulto, hace siete años.
Los demonios de la represión se decantan, feroces, sobre unos 46 mil 800 metros cuadrados sobre el Zócalo. Espacio demoniacamente sagrado, frente a la catedral, desde la conquista española.
Es predecible el teatro de comedia bufa frente a Palacio Nacional: rabiosamente amurallado, ciegamente blindado desde el poder ensoberbecido.
La Reina Chiquita, para que sus castos ojos no miraran la burda escenificación, había abandonado sus regios aposentos con el pretexto de realizar una gira por Tabasco y Campeche.
Ella sabía qué iba a ocurrir: iban a una trampa.
En una especie de acto de contrición, cortándose la venas con hojas de lechuga, la presidenta se lanzó al abismo de la sinrazón, argumentando que la marcha de la generación Z, estaba orquestada por la derecha, la ultraderecha, empresarios extranjeros, con una inversión de 90 millones de pesos.
Esta vez no incluyó al ex presidente Felipe Calderón.
A Edson Andrade Lemos, de 27 años, uno de los jóvenes que lanzó la convocatoria en redes sociales para la protesta, la presidenta le echó todo el poder del Estado desde sus feroces mañaneras. Fue agredido, vilipendiado, denostado, amenazado de muerte por los cibernautas.
A tal grado que anunció públicamente su intención de huir del país en fecha próxima.
Ejemplo, la señora Sheinbaum -a los 63 años de edad-, del endiablado humanismo mexicano.
Curiosamente, como suele hacerlo, el Bloque Negro llegó al Zócalo, antes que los manifestantes, con sierras eléctricas para cortar soldaduras, martillos y mazos para derribar la muralla férreamente blindada.
Según el reconocido periodista Leo Zuckerman, El llamado “Black Bloc» -Bloque Negro- surgió en los años ochenta. No como una organización política sino como una táctica de protesta social.
Utilizan vestimenta negra uniforme (ropa, mochilas, cascos, pasamontañas o pañuelos) con el fin de dificultar la identificación individual por parte de las autoridades.
Se unen a las protestas moviéndose en un grupo compacto para protegerse entre ellos. No tienen una estructura vertical ni liderazgos visibles. Muy semejantes a los Halcones del presidente Luis Echeverría Álvarez que eran adiestrados en la zona del Bosque de Aragón, alcaldía Gustavo A. Madero.
Ahora tenemos a los épicos Halcones del Bienestar.
La movilización del sábado 15, en todo el país -con la participación de 2.5 millones de inconformes, según versiones extraoficiales- es detonada por el incontenible incordio colectivo e interminable rosario de agudos desatinos del poder, desde diciembre de 2018: económicos, políticos y sociales, como nunca en la historia nacional, a partir del presidencialismo que comenzó en 1929.
La gota que derramó el vaso de la indignación, que estalló en la convocatoria de la Generación Z, fue la ejecución, no asesinato de Carlos Manzo Ceja, a los 40 años de edad. En su memoria surgió el “movimiento del sombrero”, que solía usar.
El alcalde de Uruapan, Michoacán, sabía que lo iban a matar, como denunció públicamente en varias ocasiones, clamando auxilio al indiferente Palacio Nacional. El poder también estaba enterado, igual que el pueblo.
Y nadie hizo algo por impedirlo.
Ahora todos, hipócritas, imploramos justicia.
Una muerte, solo una, la de él, entre más de 200 mil asesinatos a manos de la delincuencia organizada en los últimos siete años, sería la involuntaria mortaja que puede detonar la sepultura de Morena en el poder.
Quizá comenzó el principio de su fin con la Generación Z. Algo que no habían logrado el PRIAN, ni los demás poderes fácticos, incluido el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Muchos mexicanos fuimos testigos de tres imágenes desoladoras, que desgarraron piel del alma, sobre la piedra de los sacrificios del zócalo a través de TV-Azteca que hizo una amplia difusión de la violencia. Mientras Televisa -aliada del PRIAN en su momento-, soslaya el hecho en sus pantallas, donde sólo tienen cabida personajes como Wendy Guevara, el afamado transexual:
En la primera toma se ve a un joven inerte, en el piso, boca abajo, mientras un puñado de policías le cuece la cabeza con patadas asesinas, como balón de futbol, que oscila de un lado a otro como péndulo de reloj antiguo.
En otra imagen, una joven veinteañera camina despreocupada entre media docena de uniformados. De repente en una acción coordinada, es encapsulada, golpeada por la espalda y los costados con los pesados escudos de plástico.
Cuando intenta protestar, por la espalda, recibe un jalón de pelo. Y luego, el mismo demonio azul, le da un segundo tirón con tal fuerza que la manda de espalda al piso. Ya no se sabe qué más pasó con ella. El camarógrafo de TV-Azteca realiza otra toma.
«Hijos de puta», digo en mi pensamiento, bañado de rabia contenida, los puños crispados.
En otra escena, impensable, una familia sufre los estragos de la represión. De apellido Reyes, está conformada por una mujer adulta mayor, discapacitada, en silla de ruedas, tres hijas y, al parecer, una nieta.
Tienen los ojos enrojecidos a consecuencia de los gases. Lágrimas impotentes, corren desamparadas, por sus mejillas. En sus rostros se dibuja una patética máscara de rabia e impotencia.
Una de ellas, frente a los micrófonos, escupe su cólera, relámpagos verbales, mar de enojo, que hace brillar su mirada, dedicado a la presidenta, que refleja el sentir de buena parte del pueblo -al que ella dice amar, y por el que da la vida, entre las gruesas paredes de Palacio Nacional-:
“¡Claudia, asesina!”.
Aunque ella ni los ve ni los oye.






